Dos años después de haber escrito Enrique V, Shakespeare daba a la escena el Hamlet (1600-1601). Ambas son obras tipo del teatro shakesperiano, y ambas tienen a jóvenes por protagonistas.
Sólo que en Hamlet la felicidad física y moral de la juventud no está presente; en su lugar, opuestamente al vigor que había hecho la grandeza de Enrique en Azincourt, todo se convierte en el pesimismo y la locura, un poco fingidos y un poco verdaderos, de un joven príncipe aparentemente caprichoso.
También aquí los hechos han sido sacados de un viejo drama medieval (Shakespeare acostumbraba a basarse en documentos y obras ya existentes).
Hamlet, príncipe de Dinamarca, tiene una visión; el fantasma de su padre le revela que su hermano, el rey actual de Dinamarca, es un usurpador.
Y no sólo esto. También se ha casado con su viuda, la madre de Hamlet, con lo cual la profanación es completa y clama venganza.
La tragedia se cifra por completo en la crisis que, debido a esta visión, se produce en el joven Hamlet.
La locura de Hamlet
El príncipe se finge loco, rechaza el amor de la dulce Ofelia, esquiva a los amigos y a los dignatarios, se muestra caprichoso; todo ello para “desenmascarar” la conciencia del rey.
Pero ocurre que esta búsqueda del culpable, este vehemente deseo de vengar la ofensa hecha a la memoria de su padre, producirán una auténtica catástrofe; tras duelos y asesinatos, todos pagarán su culpa, y alguno pagará incluso sin culpa.
Desaparecen de escena: el rey, la reina, la dulce Ofelia y su padre, el viejo Polonio, y otros personajes secundarios; finalmente, muere el mismo Hamlet. ¿Pero cuál es la causa de todos estos lutos?
No es otra que la “conciencia” de Hamlet, que representa, en síntesis, al hombre fundamentalmente justo, al joven que desprecia el libertinaje y se opone, rebelándose, a la “corrupción” que le rodea, a costa de su propia vida.
Se trata de un héroe en el más alto sentido de la palabra, el cual representa, indirectamente, la conciencia del propio Shakespeare juzgando al mundo en general a través de su visión personal del mismo.
El gusto isabelino por la intriga, las trampas, las befas y la sangre vertida a mares alcanza en Hamlet su punto máximo.
Pero el significado del drama supera toda clasificación de tiempo, va mucho más allá; la conciencia de Hamlet (o la conciencia de Shakespeare) representa la de todos los hombres que viven según la ley de la moral.
Se trata, en suma, de una conciencia universal.
El meollo de la tragedia estriba en poner en evidencia la lucha entre esta conciencia y unos hechos indignos; Hamlet, por encima de su condición de príncipe de Dinamarca, se erige en el símbolo y en la personificación del bien (algunas veces, aun a riesgo de parecer loco) que se bate contra el mal.
La naturaleza, sugiere Shakespeare, también comprende la fealdad, la maldad, la bellaquería y el.
delito; pero existen hombre que quieren modificarla y derrotar todo aquello que representa su aspecto negativo. Hombres que luchan con todas sus fuerzas para convertir a la historia humana en algo menos atroz.
La contradicción estriba en que, para triunfar en este compromiso, hay que emplear, como hace Hamlet, las mismas armas, la violencia y el delito.
Sigue siendo la antigua ley de la sangre que reclama sangre, pero en lugar de la inmovilidad del hado griego que pata-liza a los héroes, se vislumbra una nueva luz.
Queremos decir que la relación entre el bien y el mal, entre la “podredumbre” del Reino de Dinamarca y Hamlet, es más animada, más dramática, y que en Shakespeare ya existe una conciencia moderna del problema.