La sugestión quedaba, pues, completamente confiada a la interpretación y al vestuario.
Por consiguiente, la interpretación del actor isabelino era muy cuidada, clara, y tenía un ritmo muy preciso.
Maestros de la escena como el gran actor Richard Burbage, coetáneo y socio de Shakespeare, consiguieron convertir a la palabra en algo tan verdadero como un objeto; hasta el punto de que casi no tenían necesidad de emplear aquellos medios que a menudo suelen emplearse en el teatro para despertar la emoción y el interés del público.
Un escritor inglés ha comparado la dición de los actores isabelinos a una partitura musical, con los a solo, la plena orquesta, etc.
Debemos añadir que la tradición se ha mantenido hasta nuestros días, a través de actores shakespeianos como Laurence Olivier y John Gielgud.
Lo mismo puede decirse del ademán, que siempre correspondía con exactitud a un sentimiento y procedía de perfecto acuerdo con la dicción.
Resumiendo, en el teatro isabelino la palabra asumió toda su fuerza dramática y poética, sin la menor dispersión.
El resultado fue que se creó un auténtico cuerpo de actores de un nivel muy elevado, siendo éste uno de los elementos indispensables para que pueda existir y prosperar un buen teatro.
Leamos a continuación el famoso fragmento en el que Hamlet, en la obra homónima de Shakespeare, aconseja a los actores antes de una representación en palacio (representación por medio de la cual Hamlet se promete obtener la revelación de la culpabilidad de su padrastro en la muerte de su padre el rey).
Te lo ruego, recita el parlamento como yo lo he hecho, a media voz, pues si gritas como suelen hacer tantos actores, más me valiera dar mis versos al pregonero.
Ni cortes el aire con las manos de este modo; sé mesurado: aun en el torrente, la tempestad o el torbellino de la pasión, por decirlo de algún modo, debes mostrarte templado.
Me irrita lo más profundo del alma escuchar a un actor forzudo y empelucado hacer trizas y convertir en harapos a la pasión que interpreta, atronar los oídos del vulgo, a quien sólo suelen conmover las pantomimas incomprensibles y los gritos.
Haría azotar a todo aquel que fuera más exagerado que Termagante; más herodiano que el propio Hero-des; no les imites, te lo ruego.
Tampoco has de ser demasiado suave; que la discreción sea tu guía; que tus ademanes correspondan a tus palabras y tus palabras a la acción, poniendo mucho cuidado en no superar jamás la sencillez de la naturaleza; porque todo aquello que se opone a ella también se opone al arte de declamar, cuyo objeto fue, desde sus inicios, y sigue todavía siendo, el de presentarle un espejo fiel a la naturaleza, mostrándole a la virtud su verdadero semblante, al vicio su propia imagen, y ser fiel trasunto de las distintas caras y costumbres que cada época exige.
Ahora bien, todo esto ejecutado mal o bien exageradamente, aunque haga gozar al ignorante, hará padecer al discreto, cuya censura aislada debes tener más en cuenta que la opinión de todo un público.
He visto actores, y muy aplaudidos, por cierto, cuya manera de declamar y moverse no era de cristianos ni de paganos, y ni de hombres siquiera, pues se movían y vociferaban de tal modo, que más bien parecían seres mal fabricados por algún obrero de la naturaleza, que seres racionales, por lo mal que imitaban a la humanidad. Y sin embargo, había gente que les elegiaba, ¡y de qué manera!