Si observamos a vista de pájaro toda la historia del teatro, nos daremos cuenta de que a la tragedia, la comedia y el drama siempre le han servido de esqueleto dos elementos básicos, la palabra y la acción, y de que el autor, a medida que la representación fue ganando en recursos escénicos, tendió cada vez más a ocultarse detrás de sus propios personajes; lo que significa que fue pasando de un relativo «subjetivismo» (las cosas como las veo) a un relativo «objetivismo» (las cosas como son). Salvo en cierto tipo de teatro experimental, como, por ejemplo, el de Pirandello, del que ya tendremos ocasión de hablar.
De esta forma, de la pobre tienda de la cual salía el primitivo actor de la representación ritual, se ha llegado al escenario moderno servido por todos los recursos de la técnica; de los rudimentarios y pobre trajes (o de la sola máscara) de los principios, se ha llegado a auténticas reconstrucciones de ambientes. Pero esto no quiere decir que todo ello haya modificado la substancia del drama.
Incluso hoy, un autor que tenga cosas que decirnos puede hacerlo sirviéndose de un mísero escenario y de cuatro trapos. Más aún, puede incluso prescindir de ellos. O por lo menos, puede hacerlo en algunos casos. Lo único indispensable es que no prescinde de las dos mitades de la semilla de la cual el teatro nace: la palabra y la acción. Pero palabra y acción vistas y escuchadas por un público.
De lo contrario no tendrían sentido; o tendrían uno que no sería propiamente teatral. El público es el tercer elemento indispensable. Es un conjunto de personas, una colectividad que participa con sus propios sentimientos y sus propias reacciones en lo que ve desarrollarse en el escenario.
Pero si puede participar en ello es porque los hechos, los conflictos y las palabras que le llegan desde el escenario pertenecen a hombres, reflejan sentimientos comunes, colectivos. En este sentido, no existe demasiada diferencia, en cuanto a emoción, entre el espectador griego que asistía a una tragedia de Esquilo y el de hoy, que asiste a un drama actual.
Aquél se reconocía en aquellos hechos con la misma intensidad con que nosotros podemos hacerlo en un acontecer de nuestro tiempo. Por lo tanto, en la representación teatral existe una continuidad del hombre, como existe una continuidad del sentido teatral en el hombre.
¿Una prueba? A una distancia de millares de años, aún estamos en condiciones de sentir y de sufrir en nuestro interior todo lo que sienten y sufren el ciego Edipo o el joven Orestes de las tragedias griegas. Naturalmente, en torno a estos caracteres básicos, hay otros: aquellos que podremos ver nacer, obrar y algunas veces morir a medida que vayamos conociendo más de cerca la larga historia del drama.
