Unos seis años anterior a Hamlet, y también famosa, es la tragedia Romeo y Julieta.
Inspirada en un episodio italiano de la época (el primero en escribir sobre el mismo fue Masuccio Salernitano), trata del amor trágico de dos jóvenes: Romeo Montesco y Julieta Capuleto. Pertenecían a dos familias rivales, de las más ilustres de Verona.
El padre de Julieta quiere obligarla a casarse con un gentilhombre a quien ella no ama. Para evitar el matrimonio, sigue el consejo de un fraile y bebe un somnífero cuyos efectos hacen que parezca muerta.
Romeo, expulsado de la ciudad por haber matado en duelo a un gentilhombre, deberá acudir a tiempo para liberarla del sepulcro.
Pero la noticia le llega falseada, puesto que le dicen que Julieta ha muerto. Romeo decide envenenarse sobre la tumba de su amada.
Cuando Julieta vuelve en sí, encuentra a su lado el cadáver de Romeo, y se da muerte a su vez clavándose un puñal. A raíz de esta tragedia amorosa, los Montesco y los Capuleto se reconcilian.
En este caso, aún a costa de sangre, muertes e intrigas, el amor debe redimirlo todo: incluso el odio entre familias poderosas, que fue una de las mayores calamidades de aquel tiempo.
En Romeo y Julieta hay toda la truculencia de la época, pero aquí —al contrario de lo que ocurre en otras obras— se la enfrenta de continuo con la fuerza del amor.
Amor que en manos de Shakespeare se encarna barrocamente en una serie de imágenes infinita. Oigamos cómo habla Romeo de su Julieta:
Oh, ella les enseñe a las antorchas cómo tienen que brillar. Parece colgar sobre el rostro de la noche como una rica gema de la oreja de un etíope.
Pero es una belleza de un valor inmenso que nunca nadie obtendrá; es demasiado preciosa para esta tierra.
Entre sus compañeras, esta muchacha parece una paloma blanca en una larga hilera de cornejas. Quiero verla, después del baile. Qué feliz sería si mi mano ruda pudiera rozar la suya. Mi corazón, ¿ha amado alguna vez? Negadlo, ojos: antes de esta noche jamás había visto a la belleza!

Y cómo se desespera porque su destierro de Verona le condena a no verla; es una tortura mucho peor que la muerte:
Tortura, y no gracia. El Cielo está aquí porque aquí vive Julieta. Cualquier gato, cualquier perro, cualquier pequeño ratón, la más vil de las criaturas, puede vivir aquí, en el Cielo, y mirar a Julieta; sólo Romeo no puede hacerlo. Gozan de más respeto, de mayores cortesías, de mucha más dignidad las moscas que revolotean alrededor de una carroña, que Romeo.
Las moscas pueden tocar la blanca maravilla de la mano de Julieta, y robar una felicidad sobrehumana a sus labios, que, llevados por su modestia, se vuelven aún más rojos por considerar pecado esos besos; ¡pero Romeo no puede! El ha sido desterrado. Las moscas pueden besarla, pero yo no puedo hacerlo, porque debo huir. Las moscas tienen libertad, pero yo he sido desterrado. ¿Y todavía me dices que el destierro no es la muerte?
No tienes, para matarme, un veneno, un cuchillo de punta afilada, cualquier medio de muerte, más inmediato que este miserable ‘desterrado’. ¿Desterrado? Oh, padre, los malditos del infierno dicen esta palabra, a la que contesta el eco de un prolongado lamento. Tú, que eres un siervo de Dios, un confesor de almas, uno que libra de los pecados, tú que te llamas mi amigo, ¿Cómo tienes corazón para aniquilarme con la palabra ‘desterrado’?