He aquí, por el contrario, algunas páginas más adelante, el soliloquio del mismo Enrique; el dramatismo individual, tanto privado como público, de ser rey.
¡Que todo caiga sobre los hombres del rey! Nuestras existencias, nuestras almas, nuestras deudas, nuestras viudas desconsoladas, nuestros hijos, nuestros pecados, ¡que sea el rey el responsable de todo! Nos debemos responder de todo. ¡Oh, dura condición, gemela de la grandeza! Es forzoso someterse a los deseos de cualquier imbécil, cuya capacidad de sentir no va más allá del sentimiento de sus propios sufrimientos. ¡Los reyes están privados de la paz de que gozan los simples ciudadanos!
Pero ¿qué poseen, que no posean también los simples ciudadanos, a no ser el ceremonial, el perpetuo ceremonial? Y ¿qué soy yo, ídolo del ceremonial, qué soy, pues que sufro más los dolores mortales que mis propios adoradores? ¿Dónde están mis rentas? ¿Dónde mi provecho? ¡Ceremonial! ¡Muéstrame lo que tú vales! ¿Qué cosa te hace digno de ser adorado?
¿Hay en ti algo más que una situación, una condición, una forma capaz de crear en los demás hombres el respeto y el temor? De lo cual se desprende que tú, que inspiras temor, eres menos feliz que quienes temen.
Pero bastará el olor de la pólvora para que Enrique recobre el sentido de sus deberes, y dirija a Dios la siguiente oración improvisada:
Oh Dios de las batallas, transforma en acero el corazón de mis soldados; no les dejes caer en el terror, y si el número de los adversarios amenaza arrebatarles su valor, quítales la capacidad de poder contar.