El triunfo de la exuberancia

En materia de gusto artístico parece axiomático que a la preferencia por una tendencia determinada venga a suceder, de pronto, predilección por la tendencia que le es opuesta. Así ha acontecido en no pocas ocasiones en la Historia del Arte y ocurre de nuevo al llegar al siglo XVIII entre lo que -por comodidad- se llamará aquí clasicismo y barroquismo. Ya esta alternancia es posible comprobarla en la antigüedad, en que tras un triunfo absoluto del criterio clasicista, hizo su aparición el arte helenístico, lleno de dramatización y exorbitancias, en el grado en que esto era posible dentro del mundo antiguo.
Diríase que el hombre, después de acomodarse, en sus concepciones artísticas, al orden y a la disciplina, a lo que es metódico y razonable, a partir de un momento (cuyas circunstancias son a veces difíciles de precisar) empieza a sentirse atraído por lo que es diametralmente opuesto a aquellos principios y cede a la tentación de dar rienda suelta a nuevos impulsos que en él surgen, infringiendo así aquel mismo orden que logró antes establecer, quizás a costa de grandes esfuerzos. Este movimiento que nos lleva de la cristalización de unos cánones a la posterior puesta en crisis de los mismos para instaurar nuevos cánones parece responder a una necesidad psicológica de la humanidad de no estancarse, de renovarse continuamente no porque lo imperante no valga, sino por un impulso de movimiento del que es imposible desligarse.
Sí; en sus orientaciones artísticas -y esto se puede comprobar en la actualidad palpablemente- el ser humano se deja arrastrar a cambios radicales de criterio, en una suerte de oscilación pendular que le lleva de un extremo al opuesto. Tales cambios siempre han debido ser bruscos. Se producen en lo que va de una generación a la siguiente: cuanto los padres detestaron constituye lo preferido por los hijos. Y puede experimentarlos, incluso, una misma persona, que de pronto rechazará lo que un día le satisfizo, al sentirse atraída por una novedad que representa, precisamente, lo que es contrario a aquello que antes colmaba sus apetencias. Por otro lado, atendiendo a las evoluciones que sigue el arte en la actualidad parece ser que esa oscilación pendular es mucho más veloz que quinientos años atrás. De este modo, los cambios que antes sólo podían ver los hijos y luego los nietos y más tarde los hijos de estos nietos, ahora pueden contemplarse, y sin excesiva impresión de vorágine, en unos pocos años.
Por lo demás, y regresando al siglo XVIII, no parece sino que toda civilización en trance de formarse y consolidarse prefiera el clasicismo con suma facilidad; en cambio, se desliza hacia las formas barrocas en cuanto, insatisfecha de sí misma, siente anhelos de renovarse. Ahora bien, en lo "clásico", la visión de la realidad se halla sometida a unas normas severas, que son las del equilibrio, basadas en la simetría rigurosa y la armonía, en tanto que lo "barroco" se complace, por definición, en desentrañar y saborear aquello que se halla latente en el desorden.
Esto es lo que aconteció, desde los primeros decenios del siglo XVIII hasta poco después de mediados de aquel mismo siglo, con el fenómeno conocido por Arte Rocalla “rococó", o por decirlo mejor, con la difusión del estilo así llamado. Porque, en realidad, se trató de un estilo ornamental.
Por un lado surgió, en forma exuberante (y casi explosiva) en el arte alemán, cuya tradición barroca no se había interrumpido, como pasó en Francia, por ejemplo; pero los que más contribuyeron a darle un aspecto característico, los promotores de su difusión, bastante general en Europa, fueron precisamente los imaginativos ornamentistas franceses.
Antes de continuar refiriéndose al estilo rococó, hay que hacer un breve repaso al arte que se había impuesto en el siglo XVII en la Francia de Luis XIV. Conocido también como el Rey Sol, se trata de uno de los hombres que mejor han personificado a lo largo de la historia el espíritu de su época. Él es la Francia del siglo XVII porque él crea a la Francia del siglo XVII. Aupado precozmente al trono tras el destierro del cardenal Mazarino, que había ejercido las funciones de regente hasta caer en desgracia ante un amplio sector de la nobleza, Luis XIV hace suyas las tesis absolutistas de Luis XIII y consigue llevarlas a su máxima expresión, acumulando un poder que pocos soberanos habrán conocido a lo largo de la historia. Y como máxima expresión artística del poder y la grandeza que quería para sí el monarca ha quedado el palacio de Versalles, todo un homenaje a la arquitectura de corte racionalista y clásica que pretende elevar a las categorías de ideal y perfecto el reinado de Luis XIV.

 

Anunciación, de Ignaz Günther
Anunciación, de Ignaz Günther (Colegiata de Weyam, Baviera). El grupo escultórico de madera policromada, del año 1764, está concebido según el canon establecido por la orden agustiniana. De una altura proporcional a la humana, destaca por la ambigüedad manifiesta del ángel, muy característica del estilo decorativo rococó.

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