Estos iconostasios eran y son, pues, despliegue iconológico ante los fieles de una sucesión de temas e imágenes en orden extremadamente rígido, y elaborados al fresco o al temple, dependiendo del material de elaboración del tabique, mampostería o madera, con creciente abandono de la tesela originaria de los mosaicos bizantinos (material y elaboración extremadamente costosos que sólo podían afrontar comunidades muy ricas, como Venecia primero en Torcello y luego en San Marcos). La creciente producción de iconos en tabla (de abeto o de tilo) reduce su tamaño e introduce la costumbre de su ubicación en el hogar y de su itinerancia.
También aquí las escuelas y las tendencias nacionales y locales son múltiples, y los expertos saben distinguir de una ojeada no sólo su datación sino también su origen, pues existen rasgos diferenciados de los iconos italobizantinos, los serbios, los armenios, los griegos o los rusos, pudiendo calificarse estos últimos como la más gloriosa producción, estética y espiritual, de la cultura bizantina. Pero ahora se deben señalar los rasgos comunes de todo icono, es decir, su significación misma, de no fácil lectura para una mentalidad secularizada y, tal vez muy especialmente, para un cristiano occidental.
Esta dificultad occidental para la lectura de los códigos religiosos y culturales bizantinos tiene raíces muy antiguas. Ea separación dogmática de las iglesias de Roma y de Constantinopla data oficialmente del siglo XI, pero más de un historiador señala que los conflictos por el poder jurisdiccional se remontan a tiempos de las Prefecturas, desdeñando así la importancia del enfrentamiento de carga dogmática.
El poderoso y culto imperio oriental, con sus Padres de la Iglesia y su clero de sólida formación teológica y espiritual, no acepta la tutela jurisdiccional del entonces arrasado imperio occidental con su clero incipiente e inculto. Pero parece innegable que, a partir de la oficialización del «cisma», los factores dogmáticos adquieren importancia y agrandan el abismo entre iglesias.
El resentimiento o la venganza del occidente romano será considerable: los cristianos de la IV Cruzada, en lugar de luchar contra los turcos asaltan Constantinopla; los diversos reinos y protectorados latinos en Tierra Santa marginan o tratan como a enemigos a los cristianos orientales; nadie en Occidente responde a la solicitud de ayuda de Constantinopla, que pasa definitivamente a ser turca e islámica en 1453.
La historia de repite a principios del siglo XX frente a la silenciosa y sistemática persecución de las originarias comunidades cristianas por parte del imperio otomano y, en la actualidad, por el fundamentalismo islámico; o, en el orden ideológico, fue notorio el acercamiento de la progresía católica de la segunda mitad del siglo XX a los portavoces intelectuales del comunismo antes que a los de las iglesias cristianas por ellos subyugadas.
Pues bien, en el ámbito religioso y estético, el icono ejemplariza este abismo entre sensibilidades. Porque el icono no pretende ser arte, sino la manifestación misma de la divinidad al alcance sensorial del creyente.
Una divinidad simbolizada en la gloria de Dios (Hombre), a diferencia de la opción occidental de representación del Hombre (Dios). Se trata de matices teológicos de la máxima importancia iconográfica: allí donde el arte religioso occidental, desde el gótico al barroco católico, se recreará» en la Pasión, en último extremo en la carne torturada de Cristo y de los mártires, en las visiones del Infierno, en la carnalidad del santoral popular, o en el retrato de hermosas damas con niño presentadas como la Virgen María, los bizantinos preferirán la contemplación mística de la realidad terrenal redimida y transfigurada por la Pascua cristológica: sus temas preferidos son el Salvador, La Natividad, la Madre de Dios, la Ascensión, la Asunción de la Virgen a los cielos, la Transfiguración y la Trinidad representada por tres ángeles (en una composición inconcebible en Occidente); sus imágenes son gloriosas; su carne no pertenece ya a este mundo e irradia la luz misma de la divinidad; su contemplación abre auténticas vías de contacto y comunicación con el Espíritu; sólo un hombre de santidad, no un artista, puede afrontar la ritualizada elaboración de un icono y es precisamente la maestría en la realización del icono la prueba, no de su condición de artista, sino la de su santidad…
Así, temas, estructuras y elaboración estaban sumamente ritualizados y se mantuvieron incólumes durante siglos, hasta la occidentalización -y banalización- del arte religioso ruso que se inició en el siglo XVIII. Estas técnicas suponen el recurso a una perspectiva invertida, con el punto de fuga no en la obra sino en su contemplador; a la plasmación de estructuras radiales simbólicas que anulan toda jerarquía cronológica; a la disposición frontal de las figuras, también de antiquísima tradición, cuya mirada atraviesa al contemplador que así se convierte en contemplado; o a la plasmación de una luz de oro que emana de la materia transfigurada y, por tanto, en una dimensión atemporal sin sombras solares.
