Giotto, hijo del pueblo, dotado de alma franca, natural y apasionada, tanto en la leyenda franciscana de Asís como en el evangelio popular de los frescos que decoran la capilla de Padua, es siempre el artista que plasma sus figuras en el cuadro con toda la franqueza de expresión de sus sentimientos espontáneos del dolor o de la ternura; a veces los personajes de Giotto pierden la compostura y adoptan actitudes patéticas exageradas en los gestos, sin disimular su llanto o desconsuelo. Las mismas representaciones, en el altar de Duccio, lo que pierden es fuerza expresiva, pero ganan en delicadeza, sin convertirse en pobres muñecos insensibles.
No es fácil que Duccio conociera las obras de Giotto de la capilla de Padua; ambos comenzaban la renovación artística por vías muy diferentes. Si durante el siglo XIV las escuelas de Florencia y de Siena se desarrollaron paralelas, con sus cualidades bien propias, la escuela florentina de pintura, penetrada siempre del alma patética de Giotto, con su espíritu de libertad, deja abierto el camino de las evoluciones posteriores, y por esto el Renacimiento acaba por ser florentino, principalmente en el siglo XV.
En cambio, la escuela de Siena, que en el siglo XIV cuenta con maestros tan excelentes como Simone Martini y Pietro y Ambrogio Lorenzetti, va lentamente agostándose en su especialidad aristocrática. Después de haber logrado encerrar sus figuras en un ambiente de dignidad nobilísima, acaban por fatigarse los pintores de las generaciones posteriores y así, a fuerza de repetirse, el arte de Siena se diría que queda amanerado y no progresa.
El altar de Duccio no sólo es la obra inicial de una escuela, sino su propio resumen, con las cualidades y defectos que tendrá siempre aquella escuela. Pocas pinturas más se conocen del primer maestro de Siena; por los libros de cuentas de la ciudad se ha podido conocer que en ella pintó algunos años, cuando aún no era el autor famoso de la Madona. Pero hace pocos años se le ha atribuido con toda certeza una obra de gran importancia, una Virgen con varios ángeles que Vasari y otros historiadores suponían obra de Cimabue.
Hoy no parecen quedar dudas al respecto: Duccio, antes de pintar el monumental conjunto del altar de Siena, por un contrato firmado en abril de 1285 se compromete a pintar para la nueva iglesia de Santa Maria Novella, de Florencia, una Virgen con ángeles, que debe ser la misma que estuvo en la capilla Rucellai y que hoy se conserva en la Galería de los Uffizi con el nombre de Madonna Rucellai.
Realmente aquí el artista no tiene una personalidad tan acentuada, y se comprende que por el común modelo bizantino, que Cimabue y Duccio imitaban con estas Vírgenes sentadas, pudieran confundirse obras del pintor de Florencia con las del artista de Siena. Pero la delicadeza y el límpido colorido de la Madonna Rucellai, y sobre todo el exquisito movimiento decorativo de la línea ondulada del borde del manto de la Virgen, son absolutamente extraños al gusto de Cimabue y muy característicos de Duccio y de los sieneses en general.
Duccio tuvo un continuador famoso, que extendió su escuela fuera de la patria, más allá de Toscana y aun de Italia. Por él la escuela de Siena gozó por un momento de mayor reputación que la de Florencia. Por más que diga Vasari, Giotto nunca traspasó los Alpes; en cambio, es seguro que este discípulo de Duccio, Simone Martini, trabajó en Aviñón en el palacio de los Papas, lo mismo que en Asís, Roma y Nápoles. Con los trabajos de Simone Martini en Aviñón penetraron en tierras de Francia, y después se extendieron a otros lugares de Europa, las características de la pintura sienesa (composición y colorido de tradición bizantina y linearismo de tipo gótico occidental) que constituyen el que se llama estilo italogótico, antecedente del gótico internacional.
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