Las excavaciones de Lagash proporcionaron, roto en pedazos, otro relieve hoy famoso con el nombre de estela de los buitres. Se trata de la narración histórica de las victorias del nieto de Ur-Niná, Eanna-tum.
En la inscripción, el propio rey explica que el dios Ningirsu se le apareció en sueños y le prometió la victoria. De las diversas escenas que componen la estela, la mejor conservada es la que representa la marcha hacia el campo de batalla: el propio Eannatum, revestido de una túnica espesa, conduce a sus soldados; éstos aparecen como una potente masa de combatientes con casco, grandes escudos y lanzas en ristre, que pisotean los cadáveres desnudos de los enemigos ya vencidos. En otros fragmentos de la estela figuran otras escenas de la batalla y el propio dios Ningirsu con un águila, cuyas garras cogen la red que envuelve a los vencidos. Se trata de una literal ilustración de la frase: «A los hombres de Urna, yo, Eannatum, he tirado la red grande».

La misma águila con cabeza de león, que sostiene el dios de la estela de los buitres, reaparece tres veces en una jarra de plata descubierta también en Lagash. Es evidente que se trata del emblema de la ciudad, pero es un águila extraña porque en esta jarra, consagrada por el rey Entemena, aparece con un ombligo fuertemente dibujado.
¿Se trata de una enérgica alusión al origen de la vida? En todo caso, el estremecimiento comunicado por el buril a este monstruo que agarra ciervos, cabras y leones, contrasta con la finura perfecta y fría del perfil de la jarra. En lo alto, justo antes del cuello de este vaso, figura un friso con siete terneras -siete es un número sagrado-, cuya pacífica calma corona los conflictos de los animales sagrados.
La perfección de este vaso de Entemena introduce en el mundo fabuloso de las obras artísticas de metal que realizaron los sumerios. No hay civilización que haya realizado tales maravillas en oro y lapislázuli, a mediados del III milenio a.C, como las que se hallaron en las «tumbas reales» de Ur.
La magnitud de los hallazgos realizados hasta la fecha en materia de arquitectura funeraria permite referirse a un auténtico Cementerio de Ur, con más de 1.800 inhumaciones. Así, durante el invierno de 1927 a 1928, los arqueólogos de la misión conjunta del British Museum y de la universidad de Pensilvania descubrieron en Ur dos tumbas con un tesoro fantástico.
No tenían una monumentalidad impresionante: eran simplemente espacios subterráneos a los que conducía una rampa para la ceremonia del funeral. Una vez terminado, todo había sido cubierto de tierra. Lo que hallaron los arqueólogos fue algo horrible: en la rampa y en la antecámara había sesenta y ocho esqueletos de hombres y mujeres en posición que indicaba que habían sido asesinados allí mismo, sin hacer resistencia ni recibir mutilaciones. Los guardias y servidores de los príncipes parecían haber sido previamente drogados para acompañar a sus amos a través de la muerte.
Lo horrible se mezcla aquí a lo maravilloso, porque el ajuar funerario es de una riqueza material incalculable (enormes cantidades de objetos de oro, perlas, lapislázuli, marfil y madreperla) y de un mérito artístico extraordinario. En la primera de las tumbas, perteneciente a la reina Shubad, se encontró junto a su cabeza la concha con un colorante verde que usaba para maquillarse los ojos; llevaba puestos dos pares de grandes pendientes y varios collares pendían sobre su pecho. Todo de oro y piedras. Pero lo más sensacional era el tocado de hojas y flores de oro que adornaba su cabeza, hoy conservado en el Museo de la Universidad de Pensilvania, en Filadelfia.
Las otras mujeres sacrificadas en el funeral también iban fantásticamente enjoyadas. Los soldados llevaban puesto el casco y tenían sus armas. Una muchacha, que debía ser la arpista de la reina, tenía el instrumento apoyado sobre el pecho, como si de haber sido previamente drogados para acompañar a sus amos a través de la muerte.
Lo horrible se mezcla aquí a lo maravilloso, porque el ajuar funerario es de una riqueza material incalculable (enormes cantidades de objetos de oro, perlas, lapislázuli, marfil y madreperla) y de un mérito artístico extraordinario. En la primera de las tumbas, perteneciente a la reina Shubad, se encontró junto a su cabeza la concha con un colorante verde que usaba para maquillarse los ojos; llevaba puestos dos pares de grandes pendientes y varios collares pendían sobre su pecho. Todo de oro y piedras. Pero lo más sensacional era el tocado de hojas y flores de oro que adornaba su cabeza, hoy conservado en el Museo de la Universidad de Pensilvania, en Filadelfia.
Las otras mujeres sacrificadas en el funeral también iban fantásticamente enjoyadas. Los soldados llevaban puesto el casco y tenían sus armas. Una muchacha, que debía ser la arpista de la reina, tenía el instrumento apoyado sobre el pecho, como si debiera tocar eternamente. Todas las víctimas de aquella matanza ritual habían sido arregladas con decente compostura. Había además vasos de oro y plata, arpas, cofres y tableros para un juego semejante al ajedrez, todo de oro, cristal de roca y nácar.
Entre los tesoros de la reina Shubad y los de otras tumbas (de particular riqueza es la tumba de Mes-kalamdug, descubierta dos años más tarde) llaman la atención las arpas que llevan como mascarones de proa cabezas de toro, de oro y lapislázuli. La madera había desaparecido, pero los mosaicos riquísimos que cubrían las cajas de resonancia y los brazos que sostenían las cuerdas, se habían conservado en su lugar, y permitieron una restauración completa de tales instrumentos. En un ángulo de la antesala de la tumba de la reina Shubad se encontraron dos estatuas de macho cabrío, de oro y lapislázuli, que apoyaban sus patas anteriores en unos estilizados arbustos en flor.
Del ajuar hallado en las tumbas reales de Ur también destacaríamos algunas piezas que por su belleza aún hoy nos siguen deleitando. Un Carnero apoyado en el árbol de la vida, hecho con materiales preciosos, como el oro o el lapislázuli, una Testuz de toro, parte delantera de una lira. También hay vasos de oro, agujas para la manicura, tocados para el pelo llenos de abalorios de oro y piedras preciosas, etc. Se llevaban a la tumba aquello que más les había satisfecho en vida, ya fueran objetos de la vida cotidiana o personas muy allegadas a ellos.
En tumbas posteriores ya no se han encontrado estas ofrendas humanas, si no que una estatuillas representando a los servidores han hecho la función de acompañamiento en el entierro real.
Tableta sumeria (Musée du Louvre, París). Pieza de hacia 2500 a.C, procedente de Lagash. Representa a un orante con desnudo ritual que ofrece la libación a la diosa de la montaña, posiblemente con el fin de conseguir que por magia simpática ésta provoque la lluvia fertilizante. Se supone que por el orificio central de la tableta se vertía el agua sagrada o la sangre de los sacrificios.
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