Todo drama, toda conmoción humana y terrenal se transforman ahora en una dolorida meditación de piedad cristiana, en esa espléndida oración que es el Descendimiento de Cristo, de la Academia de Venecia. El gran lienzo lleva debajo la inscripción quod Titianus inchoatum reliquit. Palma reverente absolvit. Deo dicavit opus. En la esquina de abajo son visibles, a la derecha, el escudo de los Vecellio y una falsa tablilla votiva con los retratos de Tiziano y de su hijo en oración ante la Virgen. La obra había sido destinada por Tiziano a la capilla de la Crucifixión, de los Frari, donde deseaba ser enterrado. Debido a divergencias con los frailes, el lienzo permaneció inacabado en el estudio del pintor y después de su muerte fue concluido por Palma el Joven y colocado en la iglesia de Sant’Angelo, donde permaneció hasta la destrucción del edificio.
La luz palpita misteriosamente en la atmósfera, se detiene en la poderosa arquitectura de la hornacina que encierra a la Virgen con el Hijo muerto, se hace esplendorosa en la bóveda del ábside, para luego consumir en estremecimientos las figuras vivas de los dolientes y las marmóreas de los lados. En virtud de la luz vive la trágica violencia de la Magdalena, que parece aplacar la vehemencia de su dolor en la serenidad luminosa del Cristo y en la congoja maternal de María, con la mirada fija en el Hijo divino para captar su postrer aliento.
El 27 de febrero de 1576 está fechada la última carta de Tiziano al rey de España. El 27 de agosto de este mismo año el anciano pintor muere en su casa de Birri Grandi, mientras en Venecia arrecia la peste. Recibe sepultura en los Frari el día siguiente. Al poco tiempo muere también Horacio, su hijo predilecto, y la casa abandonada es saqueada por los ladrones. El gran Descendimiento de la Academia cierra «con un canto doliente de piedad cristiana» la obra secular de Tiziano, obra destinada a la eternidad, en una sufrida pacificación de los dramas, de los fastos, de los mitos paganos que constituyeron la espléndida trama y el tejido fantástico de su creación.
Al iniciar esta rápida reseña de la vida y el arte de Tiziano, ambos tan estrechamente vinculados, se ha señalado la imposibilidad de enumerar y describir todas las obras de su larga y fecundísima producción. Se ha hablado con cierta extensión de las pinturas más célebres que a lo largo de los años, en el cambio casi continuo de sus designios y de su gusto, representan cumplidamente al Tiziano pintor y al Tiziano hombre. Al Tiziano pintor por ser las expresiones más perfectas de su arte mágico y al Tiziano hombre, ya que, por lo general, revelan las relaciones del artista con los más importantes clientes: la Serenísima República de Venecia en primer lugar, el emperador, Carlos V y su hijo Felipe II, rey de España; el pontífice Paulo III, el duque de Ferrara y el de Mantua, y hasta él mismo, particularmente en las obras de los últimos tiempos.
Son escenas sagradas y alegorías y, en gran número, retratos. Pero también las obras no citadas son numerosas y atribuibles a todos los momentos de su vida, pertenecientes a todos los géneros tratados por el gran cadorino y, muchas de ellas, no menos famosas que las descritas. Ha sido difícil hacer una selección y a menudo, tal vez, se ha cedido al gusto personal y al sentimiento que una obra despierta en el ánimo. Todas ellas son como un inmenso coro que el arte de Tiziano ha compuesto, en el arco de su larga existencia, a la religión, a la naturaleza, a la humanidad que lo ha acogido, rodeado y amado cotidianamente, en un aliento tan amplio como el alma de su pintura.
No ha existido, en toda la actividad de Tiziano, un período de cansancio o de estancamiento, un momento de desalentado abandono, así como tampoco en su vida conoció esos tormentos angustiados que constituyeron para Leonardo y sobre todo para Miguel Ángel dramas latentes. No conoció, por ejemplo, la tragedia de la tumba miguelangelesca de Julio II o de la Capilla Sixtina, debidas a las incomprensiones entre el Papa y el artista. Su vida se desenvuelve con regularidad, repartida entre Venecia, Ferrara, Mantua, Roma, Augsburgo y regresando siempre a Venecia, en una actividad feliz, en la amistad serena con hombres como Pietro Aretino, Jacopo Sansovino, Pietro Bembo y otros, posiblemente sin enemistades ni envidias. «A su casa de Venecia han acudido todos aquellos príncipes, literatos y prohombres que en su tiempo fueron o estuvieron en Venecia ya que él, además de la excelencia de su arte, fue amabilísimo, de gran humanidad y de costumbres y modales muy afables» (Vasari).
Su dedicación a la pintura fue absoluta y hasta quizá humilde. No obstante, Tiziano era hombre de su tiempo aferrado también fuertemente al interés. Es éste un aspecto de su carácter que no debe descuidarse y que lo revela humanamente apegado a la vida. Tuvo siempre el sentido de los negocios, incluso de muy joven, cuando, al solicitar los favores ducales, no se contentó con importantes encargos artísticos como la Gran batalla de Cadore, sino que pidió además la contaduría del Fondaco dei Tedeschi, que había sido de Giorgione, y más tarde la de la Sal. Así en 1531 obtuvo del duque de Mantua, para su hijo Pomponio, el saneado beneficio de Medole y para sí, de Carlos V, en 1541, una pensión de cien ducados.