Extrajo mucho más provechosas lecciones del arte de Hogarth que del propio profesor con quien se había formado, un oscuro pintor, Thomas Hudson, y protegido por varios amigos ricos, embarcó para Italia, donde permaneció tres años. Así, pudo conocer bien al Tiziano, a Rafael, a los maestros de la escuela de Bolonia, y además a Miguel Ángel, que fue su ídolo.
Al final de su vida, colmado de honores, cuando tuvo que despedirse de la presidencia de la Royal Academy, quiso que el último nombre que pronunciara en aquella institución fundada a instigación suya (y que tan largamente había presidido), fuese el del gran genio toscano: «Siento una especie de admiración de mí mismo -dijo-, al saberme capaz de percibir aquellas sensaciones que Miguel Ángel se proponía despertar con sus pinturas. No sin vanidad, pues, expreso mi admiración por aquel artista realmente divino».
Pero la vida que hubo de llevar Reynolds fue muy opuesta a la de Miguel Ángel. A su regreso a Londres, pronto se puso de moda como retratista entre los miembros de la nobleza, y fue, asimismo, artista solicitado por la corte. Ennoblecido en 1769, sir Joshua -como se le llamó desde entonces familiarmente, en Londres- vivía lujosamente en su casa de Leicester Square, con criados de librea galoneada de plata, y paseaba en una carroza dorada que le servía de reclamo.
De año en año aumentaba sus tarifas: por pintar una cabeza llegó a cobrar 20 guineas, y 150 por una pintura de cuerpo entero, cantidades entonces exorbitantes. Pero, a pesar de tales vanidades, conservó siempre lozano su espíritu y su nobleza de carácter.
Era un hombre sociable. En su casa se reunían los más finos ingenios de la capital, como el doctor Johnson, el actor Garrick, las actrices Nelly O’Brien -de quien realizó un magistral retrato, que está ahora en la Colección Wallace, de Londres-, Mrs. Siddons, Mrs. Robinson, la pintora neoclásica Angélica Kauffmann. Trabajó incansablemente, hasta que habiendo perdido la visión de un ojo, en sus últimos años tuvo que abandonar los pinceles.
Cuando se le eligió para la presidencia de la Royal Academy demostró poseer un temperamento apacible y ecuánime. Su carácter fue típicamente inglés. Murió soltero, y se le enterró en la catedral de San Pablo, junto a la tumba donde reposan los restos de Wren, el arquitecto del templo.
Además de ser un gran pintor, Reynolds es interesante como tratadista. Sus discursos (en número de quince), por él pronunciados anualmente en ocasión de las inauguraciones de curso de la Academia, están llenos de consejos apreciables, fruto de su mucha experiencia y de sus meditaciones. También, pues, en este sentido es justo tenerle por fundador de toda una escuela pictórica.
Predicó, sobre todo, el culto de la elevación en arte, aunque sus obras de pintor, a excepción de algunos retratos idealizados (como el de la actriz Mrs. Siddons personificando a la Musa Trágica), representan, en general, a mujeres frívolas o poco ejemplares desde el punto de vista de elevación espiritual. Mas aquellas inglesas aparecen, en verdad, a menudo envueltas en un ambiente de alguna grandeza; los fondos de sus retratos son grandes cortinajes, o retazos de un entrevisto paisaje idílico; a veces, tales jóvenes damas acarician un caballo o apoyan su cuerpo en un pedestal de mármol antiguo, o aparecen junto a una fuente.
Así pues, Sir Joshua no era un farsante, que predicase a sus alumnos de la Academia el gran estilo y se conformase, él mismo, pintando retratos absolutamente veristas. No; el buen Reynolds hubo de realizar, sin duda, en tales obras, más de un verdadero milagro; porque hay que recordar cómo solía ser el espíritu de las beldades inglesas del siglo XVIII y comienzos del XIX, muy terre á terre. Las cartas de Byron, por ejemplo, nos informan respecto a cuan descorazonadora era su perversión estética, y bien poco «heroico femenino» debía de circular a la sazón por los salones de la gran sociedad de Londres, para poder alimentar el gran estilo que Reynolds propugnaba.
La edad de la inocencia de Joshua Reynolds (Tate Gallery, Londres). El enorme prestigio de que gozó en vida este artista no le impidió realizar -aparte de sus retratos enfáticos y aparatosos- algunos cuadros, cuyo tema le interesaba por motivos puramente personales. Así, sus escasos desnudos y sus retratos infantiles están impregnados de sentimentalismo como esta obra.
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