La escultura en el Imperio Antiguo  

Como ya se ha dicho, gracias al hallazgo realizado por Mariette de las estatuas de Kefrén, se encuentran, aunque en menor número que las de los magnates y funcionarios, algunas estatuas de los faraones constructores de pirámides. Ellas dan una idea clara del estilo aceptado o preferido por los grandes adoradores de Ra. Una de ellas, la mejor conservada, representa al faraón sentado, juntas las rodillas, las manos una extendida, otra cerrada, y por encima el ancho pecho desnudo. Tras la cabeza, el faraón tiene el Halcón sagrado y a cada lado del trono los leones, todos animales de filiación solar. Esta estatua, hoy en el Museo de El Cairo, ha sido admirada desde su descubrimiento especialmente por la expresión extática de la cara mirando al infinito con una expresión de inefable plenitud, medio sonrisa, medio terrible dureza.
El más sensacional descubrimiento de la escultura egipcia de este período es el grupo de Micerinos y su esposa, que en 1910 halló una comisión del Museo de Boston, dirigida por Reisner, al emprender las excavaciones en el templo de su pirámide. El faraón está de pie, en posición hierática, pero el retrato debe de ser con toda seguridad de un parecido extraordinario. Su compañera se apoya en él familiarmente, como si se sintiera orgullosa de su protección. Ambos personajes van vestidos con un mínimo de indumentaria, sin joyas ni tocados. La reina va vestida con una ajustada túnica de lino fino casi transparente.
Reisner descubrió también varios grupos en los que el faraón Micerinos aparece dando la mano a la diosa Hathor y acompañado de otra figura femenina, personificación de una provincia de Egipto. El franco y seguro corte de las masas de los rostros, de las frentes y de los párpados tiene un refinamiento que han logrado muy pocos escultores contemporáneos.
Ya se ha dicho que el rito mortuorio, que exigía conservar las esculturas de los difuntos, abundantes en grado sumo, ha permitido conocer las efigies de los colaboradores de los grandes faraones constructores de las pirámides y la sociedad que ellos organizaron. Son hombres musculosos, representados en actitud tranquila, con una inmovilidad suprema que da clara idea de la alta jerarquía de que se sentían investidos. Es sorprendente ver como la escultura llega en estas primeras dinastías a tan alto grado de perfección; hay figuras que enseguida se reconoce que son retratos de sorprendente parecido, bellamente expresivos, hasta a veces con excesiva especificación de la personalidad.
Para dar una idea del singular naturalismo de estas estatuas, acostumbra a citarse la talla de madera del Museo de El Cairo, llamada Cheik-el-Beled porque los obreros árabes que la encontraron en las excavaciones la juzgaron muy parecida a su propio Cheik-el-Beled, o sea al que era entonces jaique o alcalde de su pueblo. Y, no obstante, tal figura es la de un egipcio de cinco mil años atrás, la efigie de uno de los que dirigía las brigadas de esclavos que trabajaban en la construcción de las pirámides.
Su nombre real era Kaaper y se trataba de un gran ritualista, "jefe de los lectores del rey" y gobernador de una provincia durante la IV Dinastía. Kaaper lleva la cabeza afeitada y ahora se sabe que la simplicidad de su vestido era un honor, no prueba de humildad. Se conservan retratos de sacerdotes y funcionarios de pie, como en el consejo real, y de escribanos tomando notas meticulosamente, sentados o en cuclillas, con su tableta de cera y el estilete que les sirve para escribir.
Muchas estatuas retrato de la IV Dinastía tienen los ojos postizos, de caliza blanca, con pupilas de cristal de roca y pestañas de cobre. Se comprende que así se trataba de dar más animación a la efigie del difunto. Esto sucede con el famoso Escriba sentado del Museo del Louvre. Es también un alto funcionario, cierto Kai, hijo de Hamset. Desde que se descubrió el siglo pasado, las gentes no han dejado de asombrarse de su formidable personalidad: es perspicaz y desconfiado y a través del rictus de sus labios se transparenta una aguda malicia. En los retratos funerarios de la IV Dinastía no se ha tratado de mejorar ni embellecer a los representados. Se ha procurado que fueran ellos mismos en forma de eternidad, esto es, sin nada temporal o actual. Un ejemplo extraordinario de ello es la famosa cabeza Salt, llamada la Cabeza Roja, del Lou-vre. Tiene un gesto casi imperceptible de mueca que debía ser habitual en el personaje retratado. Un ojo es más pequeño que el otro y la boca y nariz se inclinan en armonía con el guiño sutil, que es lo que comunica tanta personalidad a aquella cara.
La mayoría de las estatuas de Egipto primitivo son de materiales menos duros que los que se usaron más tarde, madera o piedra caliza, y están pintadas o policromadas. Se ve un pueblo casi desnudo, favorecido por el clima y la naturaleza del valle del Nilo. Los faraones, aunque en la Historia y especialmente en la Biblia aparecen también como despóticos y absolutos, tienen, sin embargo, un alma más humana que sus eternos enemigos de Nínive y Babilonia. Osiris no era sanguinario como Baal, que sólo se satisfacía con las hecatombes de enemigos y aun requería el sacrificio del hijo primogénito de sus propios adoradores.
Y Ra, cuya ideología se contaminó a Pitágoras y Platón, explica la fortuna de Egipto y por qué fue tan sinceramente admirado por los antiguos griegos. La misma ciencia debió de tener otro carácter en los grandes templos del valle del Nilo que en los centros de cultura mesopotámica. Es difícil todavía hoy comprender esta civilización egipcia, pero no se debe olvidar que cuando se construían las pirámides, ningún país de Europa se había organizado aún en sociedad civil.

cabeza de salt

Cabeza Salt, llamada también Cabeza Roja (Musée du Louvre, París). Esta famosa cabeza llega en su realismo a captar una mueca o quizás un tic nervioso que tendría el personaje. Los ojos son desiguales; la boca y la nariz se tuercen, dando a este rostro un personalismo realista inconfundible. Es un ejemplo típico de retrato funerario de la IV Dinastía por su carácter personal e íntimo que tiende más a conservar para la vida eterna los particularismos de un individuo, que no a idealizarlo conforme a un ideal estético.