La portada meridional, muy modificada en el siglo XVI, supone un estadio decisivo en la evolución del complejo símbolo aniconico (presente en el pórtico oeste) a la figuración antropomorfa de la divinidad, precisamente la que acabará imponiéndose en el románico.
Como señala Moralejo una vez más, el tímpano estaba conformado por un friso con Cristo en majestad dentro de la mandorla mística flanqueado por el Tetramorfos, ángeles y otros personajes sagrados. Aunque hoy sólo pueden apreciarse el león y el toro alados con libro de los evangelistas Marcos y Lucas, este friso y su estructura tendrán después un desarrollo espectacular en otro enclave importante del Camino, la iglesia de Santiago en Carrión de los Condes, y desde allí se difundirán por algunos templos palentinos del entorno.
Un epígrafe funerario en este ingreso indica el año 1096, cronología acorde a juicio de Durliat con el estilo de los capiteles. Los que salieron ilesos de la restauración del siglo XVI constituyen, según Moralejo, las obras maestras del taller de Jaca. En sus figuras, que se yuxtaponen a la estructura clásica del capitel corintio, se aprecia una clara dependencia de modelos antiguos procedentes del célebre sarcófago de Husillos; o, al menos, una derivación del concepto plástico tardorromano común por aquellas fechas (finales del siglos XI) a los centros importantes del Camino. Un escultor de Frómista (Falencia) vino a trabajar al obrador jaqués; desde aquí su estética antiquizante irradia a la iglesia del castillo de Loarre, a San Saturnino deToulouse, a San Isidoro de León y a la catedral compostelana.
El nuevo sentido plástico de este maestro, fruto del redescubrimiento del arte clásico, se manifiesta en el modelado vigoroso de los cuerpos; los rostros carnosos y ovalados; el cuidadoso plegado de las indumentarias; el gusto por el desnudo y el cuerpo humano en movimiento y por la imago clipeata, simplificando fórmulas tardorromanas. Su trabajo constituye un elocuente testimonio de la decisiva influencia del arte antiguo en la recuperación de la escultura monumental románica en torno al 1100 que afecta a los grandes centros europeos del momento (Cluny en Borgoña; Módena en la Emilia Romana; Toulouse, Compostela y Frómista).
El Sacrificio de Abraham se representa en el capitel de la derecha de un modo sorprendente, pues padre e hijo aparecen como efebos clásicos desnudos. Isaac, con las piernas abiertas en compás (postura típica de la escuela Frómista-Jaca inspirada en el citado sarcófago de Husillos) y las manos atadas a la espalda, se dispone a recibir el golpe mortal de Abraham. En ese preciso instante, un ángel detiene el arma y señala al cordero sustitorio del Holocausto dispuesto sobre el altar. Los violentos ademanes de las figuras y las incorrecciones anatómicas, acentuadas por la enorme cabeza del patriarca y su pierna izquierda musculosa en exceso, contribuyen a realzar la fuerza, la expresividad y el dramatismo de la escena.
El capitel opuesto muestra a Balaam sobre su borrica ante el emisario deYahvé que le cierra el paso blandiendo una espada. La vinculación de estos dos episodios bíblicos no es casual. Como ha señalado Durliat, ya se encuentra en el Panteón de los Reyes de San Isidoro de León, si bien allí está enriquecida con otros temas, como el de Moisés con las tablas de la ley, que aclaran y completan su significado: para que la Nueva Alianza sustituya a la Antigua y se cumpla así el vaticinio de Balaam (Núm. 24, 17), el pacto debe sellarse con la sangre de Cristo (Hb. 9. 15-28), prefigurado en el Antiguo Testamento por Isaac; Él es su supremo mediador, superior a Moisés, por su victoria sobre la muerte. Se evocan, de este modo, la fe absoluta en Dios y la constante ayuda divina al pueblo elegido.
Como nota singular, en esta puerta del mediodía, junto al capitel del Sacrificio de Abraham, se esculpió una vara aragonesa para evitar fraudes en el comercio de las telas, actividad que se desarrollaba en el mercado dispuesto en torno a la catedral.
Asimismo, ante este ingreso se levantó un pórtico con siete capiteles románicos reaprovechados; de ellos destacan dos. En primer lugar el dedicado al rey David con los músicos, excelente testimonio de la habilidad de su artífice para distribuir, en sus tres caras, un considerable número de figuras en actitudes diversas y tañendo distintos instrumentos musicales. Seguramente es el David de los Salmos, cuando, arrepentido de sus amores con Betsabé, entona el’cántico del Miserere (Salmo 51). El tema supone, de nuevo, una invocación a un sacramento de tanta importancia en el programa catequético jaqués como la penitencia. Esta obra, con un tratamiento de las figuras algo más tosco que en las anteriormente descritas, quizá sea la última realizada por este taller en torno a 1120.
El otro capitel importante, conocido como el capitel de San Sixto, presenta cuatro episodios de la vida del protomártir Lorenzo. A juicio de Bango, conforma el ciclo iconográfico peninsular más antiguo del santo, con las siguientes escenas: Sixto II con el libro abierto en una de sus manos, adoctrinando a su diácono Lorenzo; la predicación del santo; su prendimiento y comparecencia ante el emperador Decio; y la flagelación. San Sixto fue uno de los primeros papas y su diácono español habría de convertirse, con el tiempo, en santo protector del Alto Aragón.
La presencia de este capitel supone tanto un testimonio del progresivo culto a los santos como una exhortación a la práctica de la limosna, pues Lorenzo, tesorero de la iglesia de Roma, entregó el dinero pontificio a los pobres de la ciudad y no al emperador que, enfurecido, ordenó su muerte en la hoguera.
Como observa Lacoste, la impronta clásica desaparece de forma paulatina pero progresiva de la escultura aragonesa en el transcurso de la segunda década del siglo XII. Si bien se progresa en el dominio del ahorre-lieve, ante la necesidad de ilustrar con claridad los dogmas cristianos se abandonan los modelos antiguos, y la fiel representación del mundo sensible que éstos proponen, y se vuelven los ojos al vasto y estilizado repertorio de imágenes religiosas que ofrecen la miniatura, la pintura mural, los marfiles y la orfebrería.
Precisamente el maestro de San Sixto es un claro exponente de esta tendencia. Su actividad también se rastrea en Santa Cruz de la Seros y, sobre todo, en el sarcófago de Doña Sancha, hoy custodiado en el Real Monasterio de Benedictinas de Jaca. Tales obras reflejan el alejamiento de las formulas romanas: las vestiduras, aunque se adhieran al cuerpo, pierden todo su naturalismo y se hacen artificiales y geometrizantes; los rostros, impasibles, se coronan con cabellos rígidos cortados a «tazón»; los movimientos ganan vehemencia en detrimento del aire ceremonioso; y las figuras captan la atención por sus posturas y, a veces, por sus expresivos gestos, en especial de las manos.
La filiación de este maestro resulta también controvertida. Para Bango, tanto su estilo como la iconografía remiten a modelos italianos; en cambio, Lacoste aboga por el influjo francés de Santa María de Olorón, cuya escultura se fecha en torno a 1120, aunque reconoce que la plástica de Jaca, si bien menos elegante, está dotada de mayor volumen y agitación.
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