Como símbolo de la Jerusalén Celeste, la catedral debe mostrar magnificiencia tanto en el exterior como en su interior. La necesidad de decorar estas grandiosas fábricas estimula el desarrollo de la escultura monumental y, al mismo tiempo, el diseño de complejos programas iconográficos.
Además de embellecer los recintos sagrados, la plástica románica desempeña una importante función didáctica y catequética. El templo se convierte, de este modo, en una especie de Biblia ilustrada de los fundamentos religiosos con distintos niveles de comprensión en virtud de la cultura de cada tipo de espectador, ya se trate de laicos o eclesiásticos, y de la ubicación de los programas iconográficos, especialmente en el claustro y las portadas.
Los grandes ciclos catequéticos se despliegan en los vanos de ingreso, lugares de transición entre el mundo terrenal y el celestial, entre lo profano y lo sagrado. Por consiguiente, aquí, además de representar los principios de la doctrina cristiana, las imágenes suelen exhortar a la penitencia a todos los fieles que acuden a la casa de Dios (como sucede en Jaca o en Santiago), en ocasiones mediante motivos asociados a la salvación.
En Lérida, los nombres e iconografía de las portadas catedralicias, de la Anunciata o de los Novios y de los Fillols (de los Ahijados), recuerdan, a juicio de X. Barral i Altet, la importancia del contexto litúrgico en la interpretación de las figuraciones que adornaban las fachadas de los templos. Como indican las referidas denominaciones, por estas dos puertas accedían al templo los ciudadanos que deseaban contraer el sacramento del matrimonio y los futuros neófitos que iban a ser bautizados, respectivamente.
Las distintas funciones y condiciones materiales de las catedrales y las iglesias de las abadías en la España románica no se traducen en elementos arquitectónicos o escultóricos específicos. De la misma forma que no existen características comunes en la iconografía de los claustros episcopales, tampoco hay diferencias con los monásticos. En consecuencia, los programas catedralicios no pueden deslindarse del discurso general de la escultura románica.
Incluso un tema como el Lavatorio de los pies, modelo del ideal de la vida apostólica para los canónigos, aparece en los dos ámbitos religiosos, ya que monjes y sacerdotes se consideran herederos y sucesores de los discípulos de Cristo. De hecho, durante este período, tanto desde el punto de vista de la observancia de la regla (básicamente la de San Agustín), como en lo referente a las cuestiones artísticas, el funcionamiento de la catedral y el monasterio es equiparable. Como señala J.M. Rodríguez Montañés, frailes benedictinos y clérigos agustinos son los principales responsables de la elaboración iconográfica hasta el triunfo del rigorismo estético del Císter.
Las catedrales fueron también auténticos centros creadores de influjos artísticos, hasta el punto de convertirse en escuela y modelo de numerosos canteros que, con desigual maestría, desarrollaron su actividad en un marco geográfico más o menos amplio. La propia dinámica interna de la construcción medieval explica la importancia de estos monumentos en la definición y difusión del estilo en la Península. Convertidos en grandes canterías, en ellos se forman gran número de profesionales que después, diseminados por los caminos en equipos o cuadrillas en busca de trabajo, asumen la construcción de nuevos edificios, trasvasando a su vez sus conocimientos a los artesanos locales que desean aprender el oficio.
Si las humildes parroquias eran incapaces de emular a las ambiciosas empresas arquitectónicas catedralicias, lo mismo ocurría con los complejos programas decorativos de sus pórticos y claustros. Aunque pronto se perfilaron como fuente de inspiración y modelo a seguir, su implantación en las iglesias del entorno se realiza, por lo general, de forma fragmentaria, con la consiguiente descontextualización de muchas escenas.
Por último, conviene recordar que, durante la Edad Media, todo el edificio, y la escultura en especial, estaban policromados, recubiertos enteramente con colores, los mismos que hoy podemos contemplar en los frescos murales. La fragilidad y el carácter perecedero de esta capa cromática y los drásticos criterios de restauración decimonónicos, que despojaron a la piedra de cualquier aditamento pictórico, han desvirtuado por completo la imagen original de los templos medievales y de su escultura. Las palabras del célebre historiador J. Heers son muy elocuentes al respecto: «¡Qué gran error figurarse aún las iglesias, románicas o góticas, tal como nos aparecen hoy y continuar extasiándose y sacando lecciones del recogimiento románico, bajo las bóvedas bajas y severas, de la gran claridad del gótico con su piedra desnuda, despojada, noble en su simplicidad! Muy al contrario, había incontinencias de dorados y colores…». En efecto, mientras los elementos plásticos se destacaban con vivos colores, sobre los muros normalmente se aplicaban pigmentos planos para dar homogeneidad al conjunto y resaltar las juntas de los sillares.
Las catedrales, con la asistencia masiva y enfervorizada de los fieles a sus oficios y ceremonias solemnes, constituyeron el centro neurálgico de la actividad catequética, litúrgica y caritativa de la Iglesia. La catedral es el marco de plegarias, bautismos, misas, oficios, matrimonios, funerales…, en definitiva, de todas las manifestaciones importantes de la vida religiosa de la comunidad, y con frecuencia centro de peregrinación que atrae a las multitudes en las grandes festividades del año o del santo patrón.
También es lugar privilegiado de enseñanza a través de los sermones, a menudo largos y prolijos, así como escenario de magníficas representaciones que se mueven bajo las bóvedas de las naves, en un ambiente inundado por el incienso. No debe olvidarse que los templos, y ante todo las catedrales, fueron durante siglos los únicos edificios amplios y cubiertos que se dedicaron a los grandes espectáculos, tanto litúrgicos como profanos, en el paisaje urbano europeo hasta la creación de los nuevos teatros en los siglos XVII y XVIII.
No obstante, numerosos testimonios documentales constatan que el hombre medieval no siempre se comportó con el debido respeto y decoro en el interior de las iglesias. La razón de tal proceder es sencilla: los recintos religiosos eran para los fieles de la época un lugar público más, el centro de reunión social por excelencia. Dentro de sus muros se pasea y conversa durante el gélido invierno y en el tórrido verano; se juega, se bebe y se baila al son de canciones licenciosas en las vigilias de los santos; se oyen melodías mundanas en el canto litúrgico… Sínodos y concilios recuerdan, una y otra vez, que el templo debe utilizarse sólo para el culto divino, y no convertirse en un mercado o sala de reunión. Esta familiaridad con las cosas que atañen a Dios se explica fácilmente por la singular simbiosis entre lo espiritual y lo terreno tan característica de aquellos siglos: como ya señalara J. Huizinga en su clásico estudio, la vida cotidiana del hombre medieval discurría «tan empapada de religión que amenazaba borrarse a cada momento la distancia entre lo sagrado y lo profano».
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