Como otros términos aplicados a definir un período determinado de la historia del arte o el lenguaje artístico de un grupo o escuela artística de cualquier período, el de postimpresionismo es tan vago y amplio como pueda serlo el del mismo impresionismo, el del realismo o el del romanticismo, y así ocurre con cualquier otro de tantos «ismos» que se aplican a la periodización de la historia de la cultura o del arte. Pero junto al de postimpresionismo se suele emplear también el término neoimpresionismo, identificando ambas denominaciones con un solo movimiento o lenguaje, el de la corriente reestructuralista surgida de la crisis del impresionismo y como respuesta a éste, es decir, toda la pintura luminista posterior a dicha crisis y en la que entrarían pintores tan dispares como Seurat, Cézanne, Van Gogh, Gauguin e incluso el mismo Toulouse-Lautrec, por citar sólo a los más significativos.
Sin embargo, parte de la crítica y algunos historiadores del arte actuales han aislado los dos términos para designar dos corrientes distintas y posteriores al impresionismo, cada una de ellas con carácter propio y también con representantes singulares. Así serían neoimpresionistas Seurat y Signac y algún otro artista que, como Pissarro o Gauguin, empleó su lenguaje durante cierto tiempo; y postimpresionistas serían Cézanne, Van Gogh, el Gauguin avanzado, Toulouse-Lautrec, etc., cada uno de ellos, como es evidente, con un lenguaje y un espíritu peculiares.
Como quiera que se les denomine y encasille, todos estos artistas, con muchos otros, tuvieron en común el responder al impresionismo con diversas propuestas de lenguaje, pero teniendo siempre como base la primacía del hombre, que volvía a recuperar el lugar de donde, según ellos, había sido expulsado. No se trata del hombre como tema, sino del hombre que piensa y siente, que no es sólo, o casi exclusivamente, una retina presta a captar y fijar sobre el lienzo las sensaciones producidas por la luz proyectada sobre los objetos y su movimiento en el espacio, sino el que da privilegio a la mente o al espíritu en su relación con lo natural o a ambos a la vez.
Si admitimos estos matices, ¿dónde estribaría la diferencia entre el postimpresionismo y el neoimpresionismo? El primero tendría un doble propósito; por un lado, el retorno a una concepción más formal del arte, más racionalista y objetiva, intelectual, como es el caso de Cézanne; por otro, una acentuación en la importancia del tema, y sería más subjetiva e irracional, emotiva y apasionada, tal como la obra de Van Gogh y, en muchos casos, la de Gauguin, aunque en éste invadida por una potente carga de significados simbólicos.
Por el contrario, el neoimpresionismo basaría su lenguaje en un dominio absoluto de los medios mecánicos del quehacer pictórico, basado en un control rígido de las leyes de la óptica, y en el que no hay resquicio alguno por donde pueda pasar ni un mínimo elemento subjetivo, ni acción liberada por el sentimiento o por la pasión. Éste sería el caso, sobre todo, de Seurat, quien llamaría divisionismo a la base teórica de esta corriente y puntillismo al sistema técnico de su ejecución.
De estos lenguajes el primero en hacer su aparición fue el neoimpresionismo de Seurat, en el marco de la exposición de Artistas Independientes, en 1884, donde el pintor expuso sus Bañistas. Dos años más tarde se consagró definitivamente en la octava y última exposición impresionista, donde Seurat, que acudió a ésta invitado por Pissarro, expuso su Grande Jatte. Sobre este lienzo quedaron plasmadas fielmente las teorías sobre el divisionismo, llevando el instinto del impresionismo al plano de la pura razón científica y el empirismo de sus descubrimientos a la sistematización de su aplicación.
