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Historia del Arte

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La Orestíada

Tal como han llegado hasta nosotros, las tragedias de Esquilo son casi todas fragmentarias. Originariamente, cada una formaba parte de una trilogía; pero la única que se puede leer completa es la Orestíada, que constituye el punto culminante del mundo dramático de Esquilo, y es la más variada, teatralmente hablando.

En el Agamenón, tras la caída de Troya, el héroe regresa a Argos, su patria. Le aguardan sus subditos y su mujer Clitemnestra. Entra en escena acompañado por los guerreros supervivientes de la guerra y por Casandra, la profetisa hija de Príamo, el viejo rey de Troya. Cuando Agamenón entra en el palacio, Casandra tiene una visión. La reina está matando a su esposo, y dentro de muy poco también ha de matarla a ella, a Casandra.

En efecto, poco después, Clitemnestra muestra al pueblo los cadáveres de Agamenón y Casandra. No se trata de un delito, dice; ha matado para vengar la muerte de su hija Ifigenia, que Agamenón había sacrificado a los dioses para predisponerlos a su favor en su expedición guerrera contra Troya. Una vez oída la confesión de Clitemnestra, el coro invoca a Orestes, el heredero del trono, hijo de Agamenón y Clitemnestra.

En Las Coéforas (o sea las portadoras de ofrendas a los muertos) ya han transcurrido diez años. Clitemnestra convive con Egisto, usurpador del trono de Agamenón. Clitemnestra ha enviado a su hija Electra a la tumba de Agamenón para aplacar su espíritu con ofrendas, acompañada precisamente por las Coéforas. Pero Electra, durante esos diez años, no ha hecho otra cosa que esperar la vuelta de su hermano Orestes, a quien encuentra junto a la tumba de su padre, y al reconocerlo, le incita a la venganza. Ambos regresan a Argos y Orestes se introduce en el palacio y mata primero a Egisto, el usurpador, y después a su propia madre.

En Las Euménides, las Ericnias (es decir las Furias, personificación del remordimiento) atormentan ferozmente a Orestes, que se ha manchado con un delito muy grave. No tenía que haber matado a su madre. Pero en realidad, han sido los dioses quienes le han armado la mano. En él, la ley divina se ha enfrentado con la humana.

Al pueblo, reunido en parlamento bajo la protección de Palas Atenea, le concierne resolver este conflicto. Orestes, sometido a una especie de proceso, es absuelto. Es inocente porque ha actuado con el fin de salvar el honor de la familia, y también el de la ciudad, por ser hijo del rey asesinado. Tras este veredicto, las Ericnias se convierten en Euménides, seres benévolos.

El mal engendra el mal

La Orestíada es en cierto modo la síntesis del teatro de Esquilo. A los conflictos entre los distintos personajes se añade el conflicto entre lo humano y lo divino. Aun cuando actúa movido por sus pasiones, el hombre está en mano de los dioses. Y por encima de todos, por encima incluso de los dioses, está el Hado, o sea el destino.

Nada escapa al Hado. Es una especie de superdiós. Y la máquina del delito, una vez puesta en movimiento, ya no se detiene. Es una especie de reacción en cadena. El mal engendra mal, la sangre llama a la sangre. Y la víctima siempre es el hombre, el cual, una vez que ha cometido el delito, es atrozmente perseguido por las Furias, como ya hemos visto que le ocurre a Orestes.

No existe una representación de lo trágico más escabrosa que la de Esquilo. Tanto es así, que fue acusado de impiedad en varias ocasiones. Pero sin razón. Su sentido religioso era tan acentuado que iba más allá de las ideas corrientes del bien y del mal. Si además observamos de cerca su mundo, nos daremos cuenta de dos cosas, de que el personaje —cualquiera de sus personajes— nunca es completamente bueno ni completamente malo —porque Esquilo veía al mal y al bien mezclados en una misma persona y en un mismo acontecimiento— y de que gran parte de sus tragedias tienen una raíz común, reflejan ese terrible acontecimiento que fue la guerra de Troya.

En el origen de la situación dramática de la Orestíada, por ejemplo, hay un sacrificio humano, el de Ifigenia, a quien su padre mandó matar para ganarse el favor de los dioses en la guerra. Por lo tanto, también Agamenón tiene su parte de culpa; una religión cruel le obliga a caer en ella.

Violencia y protesta

¿Qué significa todo esto? Que Esquilo encarnaba en sus protagonistas su protesta contra el mal, el delito y la sangre derramada. La sociedad griega, como todas las sociedades, estaba expuesta a ciertos peligros. Esquilo, con todas esas matanzas, señalaba en qué consistían. Algo así como si dijera: el mal, el delito y la violencia (incluso la que se ejerce en la guerra) hacen imposible un ideal de vida de acuerdo con la justicia.

Pero para combatirlos es preciso conocerlos. Y para conocerlos hay que representarlos. Y la tragedia, cuanto más cruda era, más le hacía conocer el mal a cada ciudadano. Pero Esquilo no se limitaba a esto.

Culpaba de las tragedias que veía a su alrededor (sus obras casi siempre se inspiraban en leyendas populares o en la historia) a los hombres, a sus protagonistas, pero después señalaba con el dedo la crueldad de los dioses, personificada en el Hado. Es decir, se tomaba confianzas con el Cielo con el fin de defender al hombre. El hombre no es culpable.

Agamenón se ve obligado a sacrificar a su propia hija para cumplir con la avidez de los dioses y Orestes a matar a su propia madre para salvar el honor de la familia. La protesta de Esquilo resulta más terrible, y en apariencia excesiva, cuanto más amor demuestra por la justicia. Por esto, el máximo de emoción y fuerza coinciden, en sus obras, con el máximo de rebelión en contra del Hado. Las imágenes más fuertes, las que han hecho que se le llame «rupestre» y «arcaico», están siempre llenas de un sentimiento de indignación.

Su fantasía siempre es feroz e irritada. En la cadena de los actos delictivos, sin embargo, llegados a cierto punto, se hace un poco de luz. En el caso de la Orestíada, esto último ocurre cuando los dioses y el pueblo reunidos en parlamento absuelven a Orestes, con lo que el drama pasa del atroz pesimismo de poco antes a una especie de optimismo. El conocimiento de los hechos ha dado lugar a un juicio. El pueblo ha decretado la inocencia de Orestes.

La vida continúa, y la Orestíada termina con una doble invitación dirigida al pueblo por la sacerdotisa de Atenea: una invitación a «rezar en silencio» y a «no gritar en los cantos»; y con el augurio de una «paz perfecta en las casas». Es decir, se ha producido la «catarsis», o sea la expiación. Pero ésta tan sólo se ha producido porque se ha tenido la posibilidad de conocer los hechos, de «sufrirlos» y, por lo tanto, de formarse idea de los mismos.

El ejercicio de la justicia presupone tanto el conocimiento del mal cómo del bien. Sin éste, la catarsis no es posible. Dicho esto, ya no nos sorprenderá la violencia de todo el teatro de Esquilo. En efecto, ésta está al servicio de una idea muy civilizada. El ideal de Esquilo era la paz, la vida laboriosa. Y gran parte de su obra también era, indirectamente, una especie de polémica contra las matanzas colectivas y las guerras. También tenemos una prueba de ello en Los Persas.

Anterior a la trilogía de Oestes, no es otra cosa que la narración acentuadamente dramática de un ex combatiente de la guerra contra los persas. Pero se trata de un ex combatiente (que además es el mismo Esquilo) que jio ama la guerra ni la violencia en general.

Por lo tanto, no odia al enemigo, y al narrar la derrota y sufrimientos del mismo atribuye la culpa de tan luctuosos acontecimientos al rey Jerjes, a quien los dioses han querido castigar.

Es decir, los persas son derrotados para purgar una culpa desconocida cometida por su rey. Tal vez resulte inútil añadir que la acusación no sólo se dirige a Jerjes, sino a todos los que se encuentran a la cabeza de un pueblo sin ser dignos de ello; a todos los que ejercen el gobierno a pesar de sus propias culpas. La advertencia, como puede verse, es tanto religiosa como política.

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